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  • Foto del escritorArte Como Revolución

Entre libros usados y pensamientos revolucionarios

Leer es una sensación maravillosa compartida por muchos. Sin embargo, la lectura de un libro usado genera una experiencia diferente, es imposible leerlo de igual manera como lo leeríamos si fuera nuevo. Las marcas en las páginas, los dobleces y los apuntes nos hacen, muchas veces, fijarnos en detalles que no hubiéramos valorado en una primera revisión. Esa es la esencia de Quilca, una antigua resistencia cultural que, a pesar de los muchos cambios que se han realizado en Lima, sigue manteniéndose en una ubicación icónica. Refugio de estudiantes, maestros y sencillos amantes de la lectura.


Desde ahí, el sonido de la Plaza San Martín se oye a lo lejos y se confunde con la brisa hasta perderse. El silencio resulta envolvente. Las paredes del jirón Quilca, ya descoloridas, gritan con rebeldía a través de sus grafitis. MENOS POLICIA, MÁS EDUCACIÓN, LUCHA PERÚ, DESPIERTA, PIENSA. Freses que nos conducen a lo largo del pasaje hasta llegar al final de la calle. Poco antes de llegar a Tacna, en una pared de blanca se lee POLICÍA VIOLADOR en letras negras, grandes y apuradas. A su derecha se encuentra la última librería, la Comercializadora de Libros Rodríguez.


Dentro del lugar los libros chocan entre sí y el sonido de las envolturas de plástico llena de armonía el lugar. Cuando uno se acerca, el olor le invade al instante, huele a polvo y café añejo. Esos estantes contienen el pensamiento de miles de genios, ideas convertidas en papel. Sobran años para leer todo ello, pero siempre persiste el argumento de que falta tiempo. Una voz rasposa aparece en la escena, le pertenece a un señor mayor de baja estatura. Se encuentra reunido en la entrada con un par de señores que esperan atentos a su respuesta. “¿Cómo es posible que la iglesia pretenda controlar la difusión de la cultura?” dijo el señor con cierto enojo en su voz.


Se le conoce como el señor Rodríguez, bordea los 65 años y se dedica al negocio de los libros desde hace tanto que ya no recuerda hace cuanto comenzó. Tiene la mirada cansada y una media sonrisa amable en su rostro donde aún se alcanzan a apreciar las marcas de un acné juvenil. Usa una mascarilla quirúrgica de color azul, la cual lleva bajo la nariz porque asegura que no puede respirar bien. De pronto, unos labios, ocultos por la mascarilla, pronuncian “Prosas apátridas”. El anciano se mezcla entre los estantes con agilidad y halla el libro rápidamente en ese océano de libros que, ante sus ojos, no es más que una pequeña laguna.


La dueña de la voz recibe la obra de Ribeyro en sus manos y sigue recorriendo la tienda. El señor la sigue dejando un espacio respetuoso entre ellos. Dos temores se reflejan en el rostro del anciano: contagiarse e invadir la privacidad que la joven acaba de crear en ese espacio tan cálido. A pesar de ello, sigue conversando con sus amigos a la distancia. La conversación ha pasado de ser sobre el poder de la iglesia al poder en general. “Y ustedes, ¿qué opinan del poder?” es la pregunta que lanza el señor sin aviso, pero antes de que sus amigos puedan contestar, agrega “eso es algo que yo mismo no logro contestar”. Se da media vuelta y regresa a su labor de acomodar libros.


Torres de libros, nuevos y viejos, que construyen un fuerte y desafían más de una ley de la física. Hay dos bombillas amarillentas en el techo que alumbran tenuemente el lugar. Luego de unos minutos, la joven sale por la puerta con tres libros bajo el brazo y la promesa del señor de traer más libros colgando en sus oídos. Todos los puestos lucen similares. Librerías con rejas negras algo oxidadas y libros recostados en mesas de madera, simples y gastadas. Combinan con la vejez de la calle, llena de estructuras antiguas y veredas estrechas de color gris y manchas de excremento de palomas.


Unas mujeres se acercan. Una, dos, tres. Llevan puesto el mismo uniforme grande, naranja y brillante. Arrastran consigo voluminosos contenedores de basura. Miran curiosas las montañas de libros, pero siguen de largo. Los pasos van de regreso a la histórica plaza. La mayoría de ventanas están cerradas y con las cortinas puestas, cuidadosas de mantener su privacidad en una ciudad chismosa. Poco antes de llegar al bar Queirolo, se alcanza a ver una bandera colgada en uno de los balcones, más allá hay otra. La segunda luce empolvada y tiene heridas de perdigones. Me quedo observándola y pienso en una respuesta para la pregunta que el señor soltó en la tienda. La tarde va llegando a su fin mientras de un pequeño café se oye una canción de Víctor Jara: “usted no es na', ni chicha ni limoná”.

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